Las agujas del reloj que colgaba de la pared que se encontraba frente a mí, marcaban las veintitrés y cincuenta, tan solo faltaban diez minutos para que llegara la media noche de aquella noche de frío polar, y yo, aún daba vueltas entre las sábanas intentando conciliar el ansiado sueño.
Estaba sola en casa, mis padres tenían previsto regresar esa mañana, debido a la fuerte tormenta decidieron esperar a que el clima mejorara, no se preocupaban, yo ya no era una niña, aunque desde pequeña la soledad nunca fue para mi buena compañía.
Esperando que el sueño por fin llegara a mí, contemplaba como agonizaba el fuego de los leños de la estufa, entre las grises cenizas, que intentando sobrevivir, desprendían las últimas llamas, provocando fogonazos intermitentes que dibujaban en las blancas paredes de mi habitación figuras deformes mezcladas con sombras que se mostraban algo macabras, aunque las incandescentes brasas eran el único consuelo de luz que aquella noche tenía.
Entre las sábanas de seda y mantas de lana buscaba entibiar mi cuerpo, mientras las gélidas manos del frío se entrometían atrevidamente en mi lecho provocándome una sensación escalofriante que ahuyentaba mi posible reposo.
Aunque, no era el frío lo que en verdad me inquietaba, era aquel lamento, por momentos intenso, luego débil, pero constante, que me atormentaba, lamento que expandía ecos lastimeros que provenían de la furiosa garganta del viento.
Me cubrí con la sábana y las mantas, me acurruqué, intentando ocultarme, mientras afuera las uñas deformes del incontrolable viento humedecidas por la intensa lluvia desgarraba toda existencia a su paso.
De pronto el sonido de un golpe me provocó un sobresalto, aquel fuerte sonido retumbó en mis oídos, no era en mi habitación sino fuera de ella, aunque a mi pesar, dentro de la casa aquel sonido me quitó la respiración.
En ese instante vinieron a mi mente los alarmantes rumores que se corrían en mi barrio acerca de varios copamientos a casas vecinas, acompañados de brutales agresiones a sus los moradores, y yo aquella noche, sin luz eléctrica, pues la tormenta había afectado la iluminación en toda aquella zona, el sistema de alarmas no funcionaba, la comunicación telefónica tampoco y mi móvil estaba sin carga… presentía que sería la victima ideal aquella noche, un gemido, envuelto entre un estruendo sacudió mi trágica conclusión.
Me aferré fuertemente a las mantas, la desesperación comenzó a apoderarse de mi cuerpo y mis pensamientos, hasta que comencé a sofocarme, talvez una sorpresiva claustrofobia me invadió y necesité respirar, mi refugio se transformó en una prisión que presionaba mi cuerpo, hice a un lado las mantas y las sábanas, las cuales cayeron de forma desordenada sobre la alfombra marrón, estaba asustada, muy asustada, más no debía esperar que la amenaza me encontrara indefensa. Fue entonces que recordé el arma. Mis padres no estaban de acuerdo con tener un arma en casa, sólo cedieron a mi decisión debido a la gran inseguridad que vivíamos en el país.
Al salir de mi lecho, el frío castigó la piel de mi pecho y de mis brazos, que mi camisón de gasa no cubría, caminé entre la oscuridad hasta el placard de oscuro cedro en busca del deshabillé más abrigado que tenía, con manos temblorosas busque sentir la aterciopelada textura.
Abrigue mi cuerpo con la prenda amplia, muy larga, cuya textura se asemejaba a la piel del durazno de color marfil.
Luego di unos pasos hasta mi mesa de noche, entre el maquillaje y un perfume de orquídeas que se derramó casi totalmente al golpearlo debido a la oscuridad, mis manos sintieron el frío del metal, aferré con fuerza el arma y caminé hacia la puerta, intentando no escuchar la voz de mi tormento.
Abrí la puerta de mi cuarto la cual se comunicaba con la sala, lo hice con lentitud mientras apuntaba con el arma hacia el frente
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