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quella noche la luna que crecía en el oscuro e inmenso cielo, se derramó por los inmensos jardines, las transparentes aguas de la fuente de mármol, las amplias escalinatas y los innumerables ventanales de la mansión.
La delicada y entrometida brisa se coló por los ventanales de la majestuosa construcción y al igual que los plateados rayos de la luna, se dejó acariciar por la blanca seda que cubría los enormes cristales.
Caprichosa, quiso sentir el perfume de las doradas rosas que se erguían sobre la pequeña mesa de cedro que descansaba en un rincón de la habitación y empujó sin escrúpulo la ventana, permitiendo que la luna con libertad atrevida invadiera la oscuridad del recinto.
La brisa, la luna, y el aroma de los jazmines del jardín no fueron los únicos que penetraron en aquél recinto ésa noche...
Una joven mujer descansaba en el lecho de seda, sumergida en un profundo sueño no escuchó e l vuelo del pequeño animal herido que entró por la ventana para caer sobre el inmaculado lecho.
La pequeña hembra, derramaba gotas de espesa sangre sobre la enorme almohada blanca en la cual se desparramaba la oscura cabellera de la mujer.
Luego de descansar unos momentos, se arrastró impulsada por las moribundas alas, e inició su último vuelo hacia el balcón, en un intento de llegar a la belleza de la luna...
La pequeña criatura de la noche ya sin fuerzas, no pudo completar su vuelo, cayó al vacío hasta el jardín y expiró sobre una tumba de verde hierba.
Su muerte no tuvo recuerdo, por ella su especie no se habría perpetuado, la muerte la sorprendió sin haber engendrado.
Mientras los finos labios de la joven mujer se mixturaban con el rojo líquido, su tibio aliento se mezcló con el calor de ésa sangre recién derramada.
Al amanecer los ojos de la mujer se abrieron a la luz del sol lentamente. Sobresaltada al ver la sangre sobre su pelo y almohada, creyó que había salido de su boca, y tomó con desesperación la dorada campanilla de su mesa de noche...